jueves, 27 de agosto de 2015

Tengo miedo

Temor. Pavor. Terror. Horror. Pánico. Cucarachas. Flamenco.
Palabras, todas ellas, sinónimas de miedo. En diferentes grados, desde ese ligero cosquilleo en la nuca a la encarnación de "El grito" de Munch. En noruego se llama Skrik, que no se diga que este blog no culturiza.

Todos sentimos miedo. Los hay universales, como el miedo a que te toque la lotería y acabes arruinado en una cuneta tras gastarte toda la pasta en prostitución, juegos de azar y ensaimadas. O el miedo a que tu fama aumente de manera desorbitada y no consigas distinguir si la gente te adora por lo que eres o por tu maravillosa y envidiable vida de persona guay.
También están los miedos secundarios, esos más discretos como el miedo a la muerte, al sufrimiento, a la soledad, a la política, etc.

Pero hay una tercera clase de miedos. Los miedos insospechados, los que despiertan un buen día en el fondo de tu ser y te hacen plantearte cosas. Cosas de todo tipo, de esas que darían para trescientas veinte entradas en este blog. Cosas. Ah, cosas. Cosas.
Y acabo de descubrir que soy presa de este tipo de terror que ataca a traición. El miedo a convertirte en una persona completamente diferente a la que siempre has sido. El miedo a traicionar a tu naturaleza más profunda. A que te empiecen a gustar los niños o la informática. O como en mi caso... a volverte adicta a un merluzo, que viene a ser algo igual de horroroso.

Yo soy tierna. Y romántica. Y hasta puedo ser ñoña. A mi melón le dejo mensajes sorpresa cada dos por tres, de contenido edulcorado. Desde un "Te quiero" a un "Es La Española una aceituna como ningunaaaaaaa". Así soy yo. Pero ahora, con la inminente visita a esos seres conocidos como familia (padre, madre, hermano, perro gordo y cama primigenia) ha aflorado el terror. Porque me he vuelto pegajosa y dependiente. Porque pese a que tengo ganas de ver a los míos, me doy cuenta de que mi merluzo es ahora más mío que ninguna otra cosa. Y que dejarlo aquí hace que se me empañen los ojos mientras nos abrazamos fuerte y nos hacemos promesas dramáticas.
"Te escribiré todos los días". "Te seré fiel". "No me fugaré a La Patagonia". "No traficaré con ostras caducadas".
Es duro, muy duro. Año y medio de relación a distancia, sobreviviendo a vernos en contadas ocasiones... y todo para qué. Para que seis meses de convivencia basten para que me convierta en un ser que suspira corazones y florecillas rosas. Para que sienta pena al separarme diez miserables días. Para condenarme al sufrimiento eterno de la ignominia.

Esto, amebas mías, es el miedo. En su estado más salvaje y crudo.
Rogad por la salvación de mi alma. Y por el fin de la deforestación y el tráfico de influencias.