martes, 14 de julio de 2015

Por qué escribo

No puedo vivir sin escribir. Es un hecho. Bueno, no lo es, porque podría vivir sin escribir sin problemas. Pero entonces me quedo sin recursos dramáticos para el inicio de la entrada.
Algunos pueden pensar que el hecho de que escriba es algo natural. Estudié periodismo y esas cosas. Pero realmente el estudiar periodismo fue la salida lógica para alguien a quien se le daba bien escribir y no tenía ninguna preferencia concreta sobre qué hacer con su vida. De hecho, no me gusta el periodismo. Nunca me molesté en aprender a escribir correctamente, ni para los medios ni para mí misma. Me dan igual las estructuras, los objetivos, el estilo... paso de todo. La verdad es que debería haber estudiado otra cosa, pero soy de esas personas que gustan de conocimientos con poca utilidad para el mercado laboral. El hecho de que me gustasen las ciencias pero fuese negada para las matemáticas tampoco ayudó para decantarme por algo más interesante que las humanidades. Así que aquí estoy, periodista titulada que hace caso omiso de lo que pone en ese papelote de la universidad. Y pese a ello sigo escribiendo, con mi abuso de comas, con mis dedos tecleando más despacio que las palabras que vomita mi mente. Con mi desorden, mi caos, mi tormenta desatada que plasmo sobre un papel (virtual, en este caso) sin preocuparme de si alguien lo leerá o de si, en caso de hacerlo, encontrará sentido a lo escrito.

Nunca corrijo mis textos (salvo que encuentre un fallo que cambie el sentido de lo que pretendía decir). Porque entonces dejaría de ser yo, aquella que escribe todo lo que se le pasa por la cabeza sin más orden que el que dicta mi cerebro según voy pulsando teclas. Y porque soy vaga, claro. Por eso nunca podría ser una buena escritora aunque me lo propusiese. No sirvo para poner las cosas bonitas, para pulir los párrafos o para transmitir con estilo las ideas que guarda mi mente.

Así pues, no escribo para crear algo bonito. Ni para transmitir ideas. Ni siquiera para contar historias. Alguna vez lo haré, con mi estilo poco formal y con abundancia de lo absurdo. Pero hasta ahora únicamente he escrito porque mi cuerpo lo pide. A veces tengo la necesidad de escribir. No sé sobre qué, no tengo nada concreto en mente. Pero necesito abrir el blog y poner algo. Cualquier tontada. Es como si necesitara rebajar la presión contenida dentro de mí y las palabras me sirvieran perfectamente para ese fin.
A veces escribo porque me siento tan llena de vida que tengo que buscar el modo de calmar el remolino de pensamientos que me invade. A veces me siento inmensamente feliz y mis dedos buscan las teclas en un extraño intento de conservar esos momentos en forma de escritos improvisados.
También ocurre lo contrario, a ratos vivir se convierte en algo complicado y escribir me ayuda a deshacerme de esa sensación de forma rápida y eficaz.
No sabría decir por qué la tristeza o la felicidad me conducen inevitablemente a la escritura. Supongo que no es raro cuando se tiene el tipo de problemas que tengo yo. Mi vida es feliz en el 90% de las ocasiones. Otro 5% podría decirse que es puro éxtasis donde el mero hecho de respirar produce deleite. Y el 5% restante es cuando todo se vuelve gris. Con suerte, esa atmósfera plomiza se limita a comportarse como un invitado inesperado que trastoca todos los planes que tenías ese día. Y escribir es entonces el modo de darle la espalda a ese invitado con el que nadie contaba.

Así que escribir es la forma de regular mis emociones. Tanto las buenas como las malas. Ciertamente, a veces escribo por el mero placer de hacerlo, porque me apetece probar y ver qué sale de mi mente en un momento dado. Pero la mayoría de las veces es mi forma de aislarme de la realidad un rato, bucear en lo más profundo de mi mente y poner un poco de orden en los pensamientos que se han ido acumulando con el transcurrir del tiempo.

Escribo poco, es cierto. Normalmente porque mi vida transcurre de forma apacible, una felicidad calmada que me convierte en la persona más afortunada del mundo. Solo cuando el equilibrio se rompe, sea porque la euforia en mi vida o porque la mañana amanece más gris que de costumbre, es cuando recurro al blog. Al menos de forma natural. Otras veces escribo porque no me gusta perder la costumbre, por informar a la gente de cómo va todo o, como dije antes, porque me apetece ver qué le da a mi cabeza por crear de la nada. Pero ninguno de esos textos nace fruto de la necesidad, son prescindibles.

Así que a veces escribo porque quiero. Otras porque algo dentro de mí lo pide a gritos. Y no es que me pida que ponga en orden mis ideas ni que me reconforte poder leer sobre un problema determinado con la calma que aporta escribir y reflexionar sobre ello. Ojalá. Pero mis problemas no funcionan así, cuando mi ánimo cambia es por motivos que escapan a mi control, por ese cerebro mío que está en tratamiento desde aquel verano de 2008 (pero que había estado luchando por funcionar con normalidad durante toda mi vida). Supongo que ante la frustración de que mi ánimo cambie sin motivo la escritura es la mejor herramienta de la que dispongo. Ante sensaciones que nace de la nada, lo mejor son textos que se originan en el mismo lugar. Escribir sin pensar, pues no hay nada que tratar de entender cuando el ánimo juega una mala pasada. Escribir sin ideas claras, pues la mente no se somete a control alguno cuando la felicidad irradia del corazón acelerado. Me sienta triste o alegre, el resultado es el mismo. Un texto improvisado que bebe de las sensaciones del momento.

Se puede decir que escribo por el mismo motivo por el que siento. Porque así es mi vida, así es mi mundo. Siento, expreso y vivo.

lunes, 13 de julio de 2015

Sombra latente

El sol estaba alto. Muy alto. Todo era luz y calor. Era una de esas tardes en las que uno querría quedarse dormitando a la sombra junto a una fuente de agua bien fresca. Pero él no podía permitirse ese lujo.

Sus ojos repasaban las edades del mundo. La pereza zumbaba a su alrededor con monotonía. Y su alma se preguntaba por qué alguien le dio nombre para luego desterrarlo al olvido. Siempre hablaba de almas, aunque sabía que era algo que jamás llegaría a tener. Pero acaso importan las formas de referirse a su ser, a lo más profundo del pensamiento que se enmarañaba en el recorrido entre su cabeza y sus entrañas.

Sombra a retales, parches de hielo entre la luz. Acariciaba desordenadamente hasta el último recoveco, arañando las paredes cuando el sol apretaba un poco más. Crujía como el pasto seco, acompañando al chirriar agudo de la tiza sobre la pizarra. Pegajosa como el surco de sus miedos, como el sudor de la presa que se oculta cuando ya no puedo correr más. Casi humana, como él.

No es día de caza, se recordó en silencio. Aún no dejaban alzar la vista más allá de los prados, hacia la colina en la que empezó todo.
Al menos le dejaban sonreír.