viernes, 20 de septiembre de 2013

El destino es caprichoso

Se sumergió, dispuesta a dejarlo todo atrás.
Lavó sus heridas, dejó que el agua relajase su alma.
Y salió nuevamente a la superficie. Contempló el bosque con los ojos muy abiertos, como si fuera la primera vez que veía aquellos árboles. Se sentó al pie de uno de ellos, donde previamente había depositado una pequeña cesta llena de cerezas. Tomó una de ellas y se la llevó a la boca, separándola del tallo que la unía a una segunda cereza. Suspiró mientras observaba esa cereza solitaria. Pero esta vez no quiso llorar. Esta vez no quiso ver una cereza que podría haber compartido en agradable compañía. Era una cereza que esperaba. Algún día, estaba segura, podría volver a reír mientras repartía las cerezas de su cesta. Sabía que era un sueño, sabía que era probable que no volviesen a buscarla a aquel lugar, que nadie quisiese tomar asiento a su lado. Pero le daba igual. No quería perder la esperanza. Ella seguiría allí. Siempre.

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Es curioso. Nunca pensé que mantener aquella promesa llevaría a un final feliz. Pero lo hizo. La persona que me inspiró este texto, años ha, no solo regresó, sino que ahora es mi pareja.

¿Por qué él, de entre todos los hombres del universo? A saber. Quizás siempre pudo haber sido él pero no se dieron las circunstancias adecuadas. Puede que se tratase de un fruto temprano que aún debía madurar para alcanzar su esplendor.

En cualquier caso, es una bonita casualidad el haber recuperado aquella vieja amistad precisamente en el único momento en que el vínculo entre ambos podía dar lugar a algo más. Y aunque alzamos mil barreras para no volver a mirarnos el alma, todas cayeron y nos dejaron el uno frente al otro, vulnerables, con las ilusiones expuestas. Fragilidad que pudo habernos hecho añicos, como en el pasado, pero que nos hizo más fuertes. Lo suficiente como para aceptar la verdad sobre lo que albergaban los corazones.

Y así me encuentro, con el círculo cerrado y la felicidad libre de nuevo. No me puedo quejar.




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