lunes, 6 de mayo de 2013

Había una vez...

Era una niña pequeña. Feliz, despreocupada. Danzaba por el mundo, los enormes ojos redondos contemplándolo todo por vez primera.
Pero a veces los seres de corazones fríos disfrutan secuestrando la inocencia. Es por ello que existen los guardianes, protectores de aquello que no debe caer en malas manos.

La niña se topó con uno de ellos a la salida del laberinto helado. Se arrojó a sus brazos y sintió cómo aquel gigante la alzaba y depositaba un beso en su frente. Ella sonrió.
Desde ese día, la niña tuvo un poco menos de miedo.

Sin embargo, él no era el guardián que habían destinado para aquella chiquilla. Ya tenía bajo su protección a otros niños, no podía reclamarlo cada vez que se sentía sola. Aun así, en ocasiones lo hacía. Los niños son egoístas. Y él acudía a su llamada, pues los protectores tienen un alma bondadosa que rara vez deja en la estacada a aquellos que son más débiles.

La niña disfrutaba de su compañía. Sabía que no era suyo, que no era uno de esos juguetes que ella estrujaba contra su pecho mientras gritaba que era de su propiedad. No, no le pertenecía. Ni ella a él. Pero eso no hacía que la niña estuviese triste. Sonreía, como de costumbre. Porque sabía que si aquel gigante la protegía tan desinteresadamente, sin tener la obligación moral ni el vínculo que se crea en los libros de cuentos, algún día alguien la tomaría de la mano para no soltarla nunca. Y apartaría de su camino todo mal, todo espíritu dañino. Su propio guardián.

Es por ello que la niña seguía jugando, correteando de un lado para otro, bajo la atenta mirada de aquel que podía mover montañas. A veces, en un arrebato emotivo, ella se lanzaba hacia él y se abrazaba muy fuerte, como temiendo que aquella fuese la última vez que podían estar juntos. Y es que lo quería mucho. A la manera en la que quieren los niños, sí. Pero lo hacía.

Y así se lo hizo saber en aquella carta de letra apretada e infantil, adornada con dibujos de lo que ella pretendía que fuesen constelaciones. Garabatos que formaban palabras de agradecimiento infinito. Por estar ahí. Por protegerla. Por cuidarla. Por aguantar sus arrebatos, por levantarla cuando caía y se raspaba las rodillas. Por secar sus lágrimas y acunarla cuando tenía pesadillas.

Es por eso que la niña, que un día se levantaría dejando de serlo, quería expresar todo lo que sentía. Porque había tenido una suerte inmensa de cruzarse con él en un camino incierto. Y siempre estaría en deuda por todo lo que le había dado.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Has escuchado/visto alguna vez a una montaña bailar claqué? (:

M dijo...

A tres o cuatro...