Entrar en ella significaba expulsar a alguien. O quizás hacer que todos estuviesen incómodamente apretados. Había demasiados niños y ancianos a los que no podía cambiar de ubicación siquiera, porque el hacinamiento era tal que el equilibrio era precario.
Pero contemplaba su fortaleza y era feliz. Dejó allí a sus protegidos y les comunicó que debía marchar. Tenía otra enorme fortaleza en algún lugar. Debía encontrarla y buscar refugio. Era vulnerable en el camino, pero merecería la pena. Una nueva fortaleza, amplia, en la que podría vivir cómodamente. En la que podría seguir acogiendo gente.
Dejó una nota en la vieja fortaleza. Emprendía el camino. Bajo chaparrones y brisas heladas, bajo la mirada de las bestias salvajes. No recomendaba a nadie que se uniese a aquel viaje. Podía ser muy peligroso. Pero en cuanto encontrase su nueva fortaleza, activaría el portal que comunicaría ambas y podrían acudir a su lado sin nada que temer.
Y así, respiró hondo y emprendió la marcha. Ignoraba qué le deparaba el destino, pero era la única opción posible, el único modo de conseguir aquello que deseaba. Merecía la pena los tormentos que pasaría durante la búsqueda. Pues se convertirían en recuerdos de superación que podría rememorar a la luz del fuego, en su nuevo hogar.
Hora de partir. Ánimo.
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