martes, 14 de septiembre de 2010

Pequeños cambios

Quiero dar las gracias a todos los que han estado a mi lado estos dos últimos años, en un momento u otro. Ha sido divertido compartir tantas y tantas vivencias con vosotros. Pero ha llegado el momento de tomarme unas buenas y merecidas vacaciones. Quiero desconectar un poco de varios asuntos y, sobre todo, tengo ganas de reencontrarme con esa parcela de intimidad perdida. Así que disculpad mi ausencia, pero tengo un objetivo que alcanzar y para ello debo apartarme un tiempo de este mundo de ceros y unos.

Todo va bien, que nadie vaya a preocuparse. Simplemente quiero descansar, que me lo he ganado. Y la única forma de conseguir efectivamente ese descanso es alejándome una temporada. Quiero ser un poco egoísta y vivir sin preocupaciones, sin compartir mi vida, sin dar explicaciones. Necesito un poco más de libertad, solo es eso :)

Mientras tanto, solo advertir de una cosa... volveré... mhuahaha.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Destinos ligados

Ella nunca podría desprenderse de él. Porque eran uno sin serlo, desde aquella noche en la que su nombre le fue susurrado en tonalidades verdes, entre la bruma que cubría el bosque.

No lo necesitaba, pero le gustaba saber que estaba ahí, en una eterna espera, suspendido en el discurrir del tiempo. Al igual que ella. Ambas. Reflejo distorsionado sobre una superficie inestable, variable. Cambiante como su ser.

¿Por qué decir adiós a la perfección? A los ojos que te muestran el mundo, a las manos que toman las tuyas, a las palabras que saben cuándo morir.

Ella sabe que sólo el producto de su alma puede entender los entresijos de un destino caprichoso. Únicamente su sombra es capaz de no perder de vista sus pasos. Es, además, el último vestigio de su memoria.
Porque aunque fuera el frío hace estremecer su cuerpo, él siempre será el refugio que le devolverá el calor. Nunca se acomodará al paso de los días, a la rutina, a la leve capa de polvo que desluce el brillo de aquello que ha dejado de ser novedad. No menguará en su empeño por volar hasta lo más alto, por ser guía de su camino, por mostrarle el color de los sueños.

Es por todo esto que jamás permitirá que lo alejen de ella, que lo aparten del futuro que decidieron dibujar juntos. Porque la realidad es más hermosa cuando alguien sabe comprenderte. Aunque tú lo crearas...

viernes, 3 de septiembre de 2010

Tengo una nave espacial

Que está hecha de sábanas y me lleva a sitios muy raros.
Esta noche, concretamente, a un almacén abandonado que funcionaba a modo de cuartel general. ¿Para qué necesitaba eso? Para planear junto a mi grupo cómo deshacernos de unos seres mitad zombi, mitad alien. Y aunque mitades solo hay dos, seguramente tenían un lado informático también.
Eso sí, tras toda una noche tendiendo trampas, planeando y creando emboscadas, al final el mérito se lo llevaba otra persona y ofrecían una gala de premios en su honor. Qué poco se reconoce el trabajo bien hecho.

Hoy os traigo una historia que seguramente todo el mundo conozca. O al menos, casi todo el mundo. Es la historia de una mitocondria que se enamoró de un caracol.

Todo empezó una soleada mañana de mayo. La temperatura era de 27 grados, con sensación térmica atmosférica interestelar de 56.
La mitocondria no lograba conciliar el sueño (mi mitocondria sueña, que por algo me estoy inventando la historia). De inmediato supo que la respuesta a su insomnio se hallaba dentro de un cajón de la cocina. Pero como le gustaba desafiar al sentido común, hizo todo lo contrario a lo que debía hacer. Es decir, buscó en un cajón de la cocina del vecino. Allí encontró una bailarina rusa con el rostro desfigurado. "Anacleta", podía leerse en la base del soporte sobre el que descansaba grácilmente (todo lo grácilmente que una bailarina de esas condiciones puede, claro).
Nuestra adorada mitocondria decidió devorarla, albergando la esperanza de que estuviese hecha de mazapán putrefacto. Pero realmente resultó estar hecha de átomos clasistas con monóculo y pata de palo. Así que nada, tocaba aguantarse.

Amaneció entonces, y el dueño de aquella morada ilegalmente ocupada, despertó. El caracol (llamado Fulgencio) se asomó lentamente a la cocina y miró a la mitocondria de arriba a abajo, moviendo sus cuernecitos con cierto interés.
Ella, por su parte, se giró en dirección noreste y dijo:

-Oh.

El caracol sonrió y recitó un poema de amor sobre Copérnico y una tabla de planchar. La mitocondria, emocionada, se echó a llorar al tiempo que temblaba epilépticamente al ritmo de death metal.

Fue así como surgió el amor, puro, cristalino, lleno de vaho y con motas de polvo cósmico. Y fue así también como yo llené una entrada de forma estúpida y sin tener que pensar demasiado.

Fin.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

De un jamón que no tenía familia

¡Ya estamos en septiembre! Y yo juro por una pelusa fosilizada que pensaba actualizar con mayor frecuencia. Pero la culpa de todo la tiene Jan, que me secuestra y no puedo escribir. Por suerte para vosotros (para mí todo lo contrario) de aquí a unos días me toca volver al exilio y no tendré excusa para no actualizar (más allá de la vagancia).

Hoy me he dado cuenta de una cosa. El universo tiene forma de cono de helado. No, no estoy loca. Puedes comprobarlo en el siguiente enlace: http://enlacetimoquenoexiste.com

Pero hay cosas más importantes de las que me he dado cuenta. Que Jan es sodomizable es demasiado evidente, así que es obvio que estoy hablando de otra cosa. ¿De qué? De los abejarucos.

Ahora en serio, hoy es uno de esos días en los que te levantas algo más tristona y te pones a pensar en el pasado y en la gente que has perdido. Y te da miedo la gente que puedes perder. ¿Qué hago yo sin mi Jancio?
De paso, me he dado cuenta de que había ciertas cosas que me hubiese gustado decir a determinadas personas. Pero le he puesto remedio. No es que quiera volver a remover el pasado (de hecho, mi vida está muy bien como está) pero precisamente quería tener la sensación de que ya no me queda nada por hacer relacionado con mi vida anterior. Ya he podido pasar página de forma definitiva.

Ojalá más gente hiciese eso. Muchas veces la gente aparca su pasado y cree que lo ha dejado atrás porque no piensa en él. Pero realmente lo que ocurre es que no se atreven a decirle adiós para siempre. Lo dejan ahí, escondido en el desván. Y cuando menos se lo esperan, se encuentran con un recuerdo que hace daño. No son conscientes de ello, pero viven entre el pasado y el presente, cerrando los ojos en ciertos momentos, tratando de creerse sus propias palabras, fingiendo que viven en una ilusión donde se levantan victoriosos.
Pero no es así. Se esconden, tienen miedo de decir adiós. Porque no quieren. Y por eso nunca cerrarán la última puerta. Yo me alegro de haberlo hecho. Algunas se han cerrado con una nota de despedida, otras ya estaban cerradas y, simplemente, he decidido que no me interesa saber cómo se cerraron ni si queda alguien al otro lado. El sentimiento que queda es raro. Por una parte te dices que no era necesario volver la vista atrás para comprobar si habías cerrado bien la puerta. Te sientes tonto, como cuando una vez estás en la calle, te asaltan las dudas y vuelves a subir a casa para comprobar si has cerrado con llave (descubriendo entonces que así es). Pero tras esa sensación temporal de estupidez, ya no tienes que preocuparte más por la puerta, ya sabes que está cerrada para siempre.

Sin embargo, otros afirman haber cerrado la puerta pero se niegan a comprobarlo. Confían en haberlo hecho, pero luego pueden llevarse una sorpresa. Pueden regresar y comprobar que alguien ha entrado en casa, dejando a los pies de la cama miles de recuerdos hechos pedazos. Recuerdos que no habrían visto romperse si una puerta cerrada no les hubiese dejado entrar donde no debían. Pero albergaban secretamente la esperanza de que la puerta, tal vez abierta, los condujese nuevamente frente a estanterías llenas de hermosas vivencias, intactas. No es así. Una puerta debe permanecer abierta mientras puedes estar allí. Si has de dejar el lugar atrás, como dejas atrás el pasado, una puerta abierta es la forma más sencilla de que se cuelen indeseables a destrozar el interior. Y eso es lo que hacen muchos con el tiempo que ya ha quedado atrás. Dejarlo a su suerte, con la vana esperanza de que, si vuelven a enfrentarse a él, todo esté en mejores condiciones que cuando lo dejaron a un lado. Cosa que nunca sucede.
Tal vez soy muy negativa, es posible. Pero es que aún no he conocido ladrones que se dediquen a entrar en las casas a limpiar el polvo y dejarlo todo reluciente.

Dicho esto, que dudo que entiendan aquellos que, precisamente, van dejando puertas abiertas alegremente, tengo que mencionar otra cosa muy importante. El ostracismo.
Y es que ayer encontré en la parada de metro a una rodaja de piña exiliada. Vestía con colores chillones y zapatos de tacón de aguja. Quise preguntarle acerca de la constelación del chipirón tieso, pero desapareció de mi vista como por arte de magia.

Pero no importa, todos sabemos que no hay nada que no se solucione con una bombilla de gomaespuma, celofán y feldespato. O con triglicéridos.
En cualquier caso, hay algo que me tiene preocupada. Y es Jan. No se deja sodomizar. Snif. Pero lo peor es que lo quiero pese a ello. Con locura. Y eso no es sano. ¿Y si me empiezo a plantar un futuro seriamente a su lado? ¿Y si luego se me pasan cosas horribles por la cabeza como reproducirme? Tengo miedo. Matadme. Y entregad mis órganos a una sociedad secreta para que hagan bolsitos con ellos.